Por Alba Luz Páez y
Lady Molinares Morales
Nibaldo Castro estaba loco. Nosotras lo confirmamos.
Un dieciocho de noviembre, como a las dos de la tarde y bajo
pleno sol ardiente, caminamos unas dos cuadras infernales para toparnos
tímidamente con una casona totalmente blanca. Entre la monotonía de los
suburbios asemejaba una especie de oasis, de isla. Lo primero que nos recibió
al entrar fue un sonriente muchacho al cual nunca le preguntamos su nombre, no
sentimos la necesidad de hacerlo. Confirmamos con él que estábamos en el sitio
indicado, que habíamos llegado a la oficina de Nibaldo Castro, el director de
teatro, y, de repente, todo cobró un poco más de sentido.
Después de todo, ¿una oficina para un actor? Esa pregunta no dejaba de darnos
vueltas en la cabeza.
Desde que atravesamos el umbral de la puerta principal, se respiraba teatro: telas, pinturas,
tarimas, muebles, vestuario, instrumentos. Todo lo necesario para una obra (o
dos). Con torpeza, preguntamos por
el susodicho, pero solamente nos hacían esperar mientras pintaban por cuarta
vez el mismo pedazo de reja de blanco. Hasta que apareció, por fin, nuestro
personaje.
Y parecía que acababa de levantarse.
Vestía sudadera gris, una camiseta blanca, en chancletas y
un arete en el lóbulo derecho. A decir verdad, ninguna de nosotras tenía
expectativa alguna sobre cómo sería el director. Pero, incluso así, Nibaldo
logró romperlas todas. Se paseó por todo el lugar con la presencia de un
director, la vulgaridad de un costeño, pero con la calurosidad de un padre, y
no precisamente por su hijo corriendo sobre las tarimas. En toda la casa se
sentía un ambiente familiar muy bello, pero al mismo tiempo la disciplina de un
teatro.
Aunque varias veces pensamos que quizá Nibaldo olvidó acerca
de la entrevista. Se veía apresurado, arreglando y armando para una
presentación ese mismo día, tratando de hacernos un espacio entre tanto
ajetreo. Las personas a su alrededor no nos prestaban mucha atención, lo cual
estaba perfecto, pero al mismo tiempo nos hacía preguntarnos cuántas personas
venían a buscar a Nibaldo, siendo tan normal tener a dos extraños esperando una
entrevista.
Curiosamente, y
como si leyera nuestras mentes, lo primero que dijo Nibaldo al momento de
sentarnos juntos en su verdadera
oficina, fue que se le olvidó el compromiso de nuestra entrevista. Hasta
ese momento, nuestra impresión de él era de un mamador de gallo, recochero,
pero dedicado actor que vivía el momento. Una persona pasional que seguía lo
que su corazón le dictara (porque si no, ¿quién sería artista?) y volaba en
lugar de caminar. Aún así, nada de eso no quitaba que en nuestra mente inmadura
él sonaba como alguien más bien calculador. Alguien que pensaba cada
movimiento, cada palabra. Como si tuviera un plan prediseñado, o como si
supiera de antemano lo que queríamos decir o pensar.
Y luego empezó a hablar.
Desde la primera palabra que dijo, fue un cambio casi radical: seguía siendo él, hablando con su
gracia, su carisma y su voz grave, rasposa, pero se notaba que detrás de lo que
decía habían años bien vividos, habían libros leídos, habían errores cometidos
y remediados. Fue gracioso cómo
nos lo hizo saber. Entre alguna de las preguntas que teníamos para él, habló sobre la percepción, y cómo
probablemente nuestra idea de él había cambiado: afuera fue una y adentro, ahí,
sería otra. Realmente, un hombre
calculador.
Y un hombre preocupado por las cosas que amaba, también.
Desde el primer momento en que empezó a responder sobre sus primeros roces con
el teatro, sus ojos se iluminaron
como un niño que habla de un juguete nuevo que adora, o de una mascota que
habían prometido tres navidades seguidas. Un aura aniñada, pero al mismo tiempo madura,
hipnotizante en su extrañeza, lo envolvió. Fue como verlo en una luz
completamente diferente.
Paradójicamente, al principio no le gustaba el teatro,
pensaba que era para vagos o para los gays. Evadía todo lo que tuviera que ver
con eso, sobretodo en el colegio. Pero fue justamente allí donde tuvo su primer
encuentro con este arte: las electivas de cultura que pudo tomar eran Dibujo
Técnico y Teatro, estando las demás canceladas, así que al no poderse estar
quieto terminó seleccionando teatro. Después de mucha evasión, terminó
cediendo, y se le dio la oportunidad de ser partícipe de este bello arte a sus
13 años, su primer papel fue de la muerte, en una obra llamada La
letra de Dios padre, pero durante la presentación se le olvidó
completamente el libreto, y, desde ese día, no puede vivir sin el público, descubrió que el teatro era su
proyecto de vida.
Relató cómo,
básicamente, había sido director
de teatro desde noveno grado, y se notaba. En la manera en la que hablaba y se
expresaba, se notaba que el teatro era su vida, que corría por sus venas. Así
como que estudió contaduría en la Universidad del Atlántico, para mantenerse, además de su pasión, como director.
Y mencionó bastante el factor económico. Expresó varias
veces que era difícil mantenerse a flote solamente del teatro...Pero que aún
así era feliz haciéndolo y que con perseverancia logró llegar a donde estaba
ahora, trabajando con el gobierno y enseñando a otros sobre este bello arte. De
repente, la casa se veía
diferente. No se nos hizo más grande ni más lujosa, pero sí más especial. Ni
siquiera fue regalada, pues entre el grupo aportaron el resto para poder
comprarla. La placa en la entrada con el símbolo de la alcaldía ahora se veía
más brillante ante nuestros ojos. Se merecían mucho más, o al menos eso fue lo
que pensamos.
La conversación (porque ya no se sentía tanto como una
entrevista) continuó por un rato, hasta que nos hundimos en un cómodo silencio
y nos levantamos para irnos. Y nos fuimos, así, tan rápido como llegamos, pero
con un sentimiento enorme en el pecho que nos invitaba a quedarnos, o, al
menos, a volver. Cuando nos separamos para tomar el transporte público, supimos solamente con mirarnos y
despedirnos que en nuestras cabezas resonaba una frase al mismo tiempo: “Hay un
momento en que el personaje hace parte de ti, hay una levedad y la presencia
del actor... eso es indescriptible, mágico.”
Nibaldo Castro es un tomador, mamador de gallo, y hasta un
loco, pero tiene un corazón enorme en el que caben millones de personajes, así
como sus historias. Historias que cobran vida a través de su piel, a través de
su rostro. Es un espíritu libre que se olvida de sus entrevistas, pero que se
preocupa por sus niñas y les enseña a tomar para que no se aprovechen de ellas.
Es un padre orgulloso que presume a su hijo revoltoso, y el amigo que se merece
todo el mundo.
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