¿Me compras un dulce?

Por: Jesús Cantillo del Castillo

Parecía un  día común del  mes de junio, cargado de calor inminente y agitados estudiantes culminando el semestre universitario. Sin embargo algo, o más bien alguien, estaba a punto de darle un giro de 360 grados a lo que parecía un día como cualquier otro.

Cansado de mi jornada vespertina, procedí a comprar un jugo de corozo, como cualquier costeño apegado a mis raíces, para darle calma  a mi angustiosa sed. Caminando en la acera del frente, con mi cauteloso pero agitado paso, alguien  se me acerca con una bolsa  de dulces  que usualmente usan las personas que se dedican al comercio de este tipo a las afueras de mi alma mater. Levanté la cabeza rápidamente con la intención de no comprar objeto alguno, sin embargo al hacerlo me encontré con una imagen que no creo poder olvidar. La sorpresa y la confusión se apoderaron de mí, a lo que me detuve y, obsesionado por la intriga, procedí a meterle  conversación a aquel sujeto que se robó mi atención con solo mirarlo rápidamente a los ojos.

Se trataba de John Jayder Berrio, un joven antioqueño de quince años que guardaba  en sus ojos color miel saltones,  una gran tristeza y soledad que percibí al instante. Al intentar ganarme su confianza, lanzando  chistes jocosos para crear un ambiente de amistad, sus cejas, que hasta ese momento estaban fruncidas, se fueron disipando. Al preguntarle por qué se dedicaba a este negocio que traía consigo muchos  peligros y más para un joven de su edad, su respuesta vino cargada con una frase concisa, cruel y realista: "el que no trabaja no come, mijo", y aunque no entendía por qué  un  joven  de  su edad hablaba  con tanta  propiedad del tema, seguí indagando para lo que por unos cuantos minutos fue motivo de mi total atención. No pasaron los segundos para querer saber donde residía  en Barranquilla y con quién lo hacía, y  una vez más, con esa actitud tosca y sarcástica, entre un gesto de puñado en la boca y una alzada de hombros, me responde: "pues en una casa", a lo que los dos soltamos una risa incómoda, que luego vino con un "no,  ahora sí en serio parcero, en Soledad, Hipódromo, ¿por qué? “¿Me va a visitar?” Lo cual respondí con un silencio incómodo y una sonrisa hipócrita. Sin embargo, quería saber  más  de su familia, y sin pensarlo, pregunté: “¿Y tus padres?”, con gran incomodidad notable y con seriedad alguna, casi susurrando, me dijo que no conocía  a su padre y que tampoco estaba en  sus planes hacerlo, pero que su madre, quien era vendedora de tintos,  residente de la comuna 8 de Medellín, la extrañaba con todo el alma, a lo que, acto seguido, le pregunté: ¿Por qué no se devuelve donde su mamá si tanto la extrañaba?”  Sólo una sonrisa salió de repente, una mirada hacia abajo y, luego, con los ojos cristalizados, tan solo me dijo  que no podía.

Para cambiar un poco la tensión de aquel momento, le pedí que me hablara un poco de su jornada diaria, y sin pensarlo dos  veces, con gran voz exaltó que era su propio jefe y que él despertaba a la hora que quería, sin reglamento alguno de padres. Sin embargo,  vivía con  la mamá de un amigo que  sólo lo dejaba dormir en aquella casa donde confesó que también servía de expendió de drogas. Ante aquella confesión y con la suficiente "confianza" ganada, le confesé mi adicción ficticia hacia las sustancias psico-activas, ocurrencia en la que, según ambos, coincidimos.

Desde un principio lo supe, el aire traía consigo olor a marihuana que se hacía más fuerte a medida que me acercaba. Con la intriga a flor de piel insistí en que me contara qué lo hizo venir a Barranquilla y abandonar  la vida en la capital de la feria de las flores. Ante mi insistente actitud al respecto, y después de confesarme que antes de Barranquilla estuvo en Bogotá 1 año; con lágrimas en los ojos, con  voz temblorosa  y ante la mirada de algunos transeúntes optó por concluir que había apuñalado a su hermano mayor en medio de una pelea y, que aunque no sabía nada de este, su sexto sentido le confirmaba su exceso.  Intentaba actuar natural mientras en mi interior estaba tan sorprendido y en shock, como cuando supe que Papa Noel no real. Mientras divagaba en mi mente intentando ponerme en sus zapatos, me trajo a la realidad un llamado del que parecía el controlador de la zona, o en otras palabras, el jefe del micro tráfico de dulces. Quedé con la zozobra de saber más, sin embargo, me dejó una valiosa lección: ser agradecido.